I – Sábado 25

Sábado 25 de febrero de 2006

 

Dragon-Rojo-relieve

Era tan temprano que no sabía qué hora era. Miraba el despertador, que ya llevaba algún tiempo sonando la alarma, sin que yo hiciera nada. Había metido el sonido ronco del viejo reloj en mis sueños, pero ya no me acordaba qué soñaba. Sólo sé que el sonido formaba parte de él. Es curioso cómo los sonidos ajenos a nuestros sueños pueden inmiscuirse sin autorización en ellos. Seguía mirando el reloj sin hacer nada y oyendo el asqueroso ruido que cada mañana acompaña mi despertar. Seguía mirando sin saber dónde estaba o qué día era. Miraba sin ver, la aguja grande en las doce, la pequeña en las cinco. ¿Las cinco de la mañana? Es tan temprano y me acosté tan tarde. Es la historia de mi vida. Menos mal que la noche anterior había dejado todo listo para el viaje, sólo tendría que coger la maleta e ir al taxi que ya me estaba esperando antes de la hora acordada. Ni siquiera tendría que meter en la maleta el champú, el desodorante, el cepillo y la pasta de dientes. En esta oportunidad había comprado todo varios días antes y ya estaba dentro del equipaje y bajo llave desde el día anterior. No quería dejar nada para última hora, no podía olvidar que aquel sábado era sábado de carnaval. El viernes de la cabalgata anunciadora había dejado a la ciudad sumida en un caos de personalidades. Nadie sabía quien era quién o quién quería ser. El caos de los osos de peluche, indios, payasos rellenos de almohadas, hombres gitanas y con batas de colas, hombres que se confundían con las prostitutas que querían ser y llevando sendos mostachos y auténticas barbas en los sobacos. Mujeres policías que no tienen nada de mujeres o de policías. Mujeres, esta vez sí, mujeres de verdad, acompañando a la familia con bigotes de tigresa y cogida de la mano llevaba a una niña disfrazada de princesa. Son imágenes incongruentes que sólo pueden darse en Carnaval. La multitud se confundía con las carrozas y sus luces de colores, con las plumas y lentejuelas de hombres y mujeres que bailaban al son de una percusión monótona que cambiaba cuando el brazo del percusionista ya no podía más. La multitud se confundían hasta con el asfalto cuando caían unos por tropezar con cualquier cosa y caían otros por causa del alcohol ingerido.

Un día después de este caos no se puede pretender salir a la calle, levantar la mano y llamar un taxi como se puede hacer en cualquier ciudad y en cualquier otro momento que no sea carnaval. Había concertado la cita con el taxista dos días antes, porque el día después del caos es un día vacío y lleno de silencio. Apenas se dejaban ver personajes en algunas esquinas caminando a ninguna parte o alguna peluca rubia y de pelos tiesos abandonada en algún portal. Incluso alguna almohada de algún relleno de payaso sobre los pasos de cebra en medio del asfalto. Había tanta soledad y silencio que sobrecogía, que hacía que te escucharas las vísceras e incluso escucharas tus propios oídos. Es el ruido del silencio, esos ruidos que no nos dejan en paz. A veces podría parecer una bendición que la ciudad donde vives se quede sola, vacía y en silencio, es simplemente una fantasía. La verdad es que, a los que vivimos en ciudades, esta soledad nos crea una cierta incertidumbre. Y cuando la soledad se apodera de nuestras vidas por algún motivo excepcional, lo llevamos bien porque sabemos que la muchedumbre volverá tarde o temprano.

El taxi llegó diez minutos antes de las seis. Vi llegar el coche desde la ventana de mi habitación mientras me ponía los zapatos. Me di prisa en calentarme un poco la leche para prepararme un café instantáneo asqueroso y salir con la satisfacción de un trabajo bien hecho y de no haberlo dejado todo para última hora. Apenas tenía que coger el equipaje y la bolsa de basura del día anterior. No podría olvidarme de ella, iba a estar un mes fuera, un mes de viaje.

¿Cómo catalogarían mis amigos biólogos del Instituto a los taxistas? Yo creo que sólo hay dos familias de la especie homo-taxistus: el Calladus Somnolientus y el Parlanchinus Non Parus y en cada uno hay muchas subfamilias y subespecies, pero es un tema que no he de abordar en un cuaderno de viaje. En el caso del taxista madrugador era el de la familia de los Parlanchinus Non Parus. Fue la típica conversación de profesionales del volante: sus clientes fieles e importantes, lo puntual que solía ser, las anécdotas de sus trayectos al aeropuerto, los horarios de los aviones, que él muy bien conocía, los retrasos de algunas líneas aéreas, que también él conocía, en fin, un auténtico profesional. Y yo apenas con un café instantáneo casi frío y asqueroso en el estómago. De saber que el taxista era de este tipo de especie y familia, me hubiera calentado la leche en condiciones y que el hombre esperara cinco minutos más hasta la hora convenida. Se me revolvía el estómago de tanto oírlo hablar sin decir nada. El hombre era muy parlanchín para las seis menos cinco de la mañana, pero era amable y simpático. Como no quería parecer grosero le sonreía cuando tenía que hacerlo, asentía para darle la razón e incluso llegué a soltar un sonido que no sabría definir, como un gruñido que igual podría ser de risa como de llanto. El taxista podría pensar que hasta mis sonidos podrían ser palabras mal pronunciadas. Son esas situaciones en las que pones el piloto automático y hasta tú mismo te asombras de lo que sale por tu boca. Es entonces cuando te preguntas, ¿qué he dicho? Es difícil seguirle el ritmo a una persona que está a las seis menos cinco de la mañana como si ya el sol estuviera en lo más alto del cielo.

Como era de costumbre iría al aeropuerto del norte que está más cerca de casa, a unos quince minutos. Pero el castigo por no ir al aeropuerto del sur, y demorar cuatro veces más de travesía con un taxista que habla sin parar, es el frío húmedo que cala en los huesos apenas bajas del coche en el Aeropuerto de los Rodeos. El tiempo que demoras en sacar el equipaje del maletero se hace infernal. Tiras de él y se le enganchan las asas con algún alambre, botellas de agua vacías, caja de herramientas, gato de emergencia, rueda de repuesto, o incluso, con alguna botella de gas. Siempre me he preguntado por qué los taxistas llevan tantas cosas en el maletero y cómo es posible llevar las botellas del gas y al mismo tiempo acercarse al aeropuerto para hacer una carrerita: Que mientras busco las botellas a la mujer, me hago una carrerita que me pille de paso. Eso sí que es el arte de hacer recados. Este subtipo de la especie homo-taxistus, están capacitados para escribir libros de autoayuda, Jaga recaos y murtiplique er dinero sin cobrasle un duro a su mujé. No sabrá hablar bien el buen hombre, pero listo para los negocios sí que es.

Llegué tan temprano al aeropuerto que no había gente haciendo colas o facturando en las ventanillas de mi vuelo. Me planteé si podría ser a causa del Carnaval, que las personas no quieran viajar a causa de ello, pero me negaba a creer que no quisieran viajar en estos días festivos. Por mi parte sería impensable e imperdonable no irme en Carnavales. No tengo nada en contra, pero entiendo que el Carnaval de Tenerife sea tan importante para los chicharreros. Como no me he criado en la isla no tengo el sentimiento arraigado que perdura en los chicharreros. Facturé sin problemas de peso, que para eso están las tarjetas de fidelización de las compañías aéreas y me fui directamente a la sala VIP del aeropuerto, otra ventaja de las tarjetas de las compañías. Estaba leyendo el periódico en el sofá cuando de pronto vi unos cordones sueltos en las botas de una mujer, estuve a punto de decirle que tuviera cuidado, que podría caerse, pero al subir la vista y recorrer el trayecto que va de las botas hasta la cabeza, me percaté que la mujer iba llena de cordones por todo el pantalón, por el chaleco y por la chaqueta, que llevaba gafas oscuras, grandes, con un micrófono pegado a un lado de ellas (supongo que era algo del teléfono móvil) y un gesto y una actitud que era una mezcla de timidez y asco por todo y todos los que la rodeaban. Por esta mezcla de artilugios, y por estar en la sala de un aeropuerto, le daba un aspecto de estrella de cine, bueno, más bien de diva de los años 80.

Cuando el comandante anunció que la temperatura en el Aeropuerto de Madrid Barajas, era de 3 grados y que estaba nevando, el pasaje del avión se sumió en un profundo oh que nacía desde las entrañas. Ni siquiera un director de coro hubiera podido coordinar a tanta gente sin ensayo alguno. Así que el recibimiento en Madrid fue frío y húmedo por la nevada. Me sorprendió que no hubiese gente para coger taxi en el aeropuerto. De hecho, en apenas segundos, recorrimos el pasillo demarcado para la cola del taxi. Le di la dirección del hotel al chófer y al cabo de unos minutos, ya en la autopista camino al hotel, decidí ver los mensajes del teléfono móvil. Buen Viaje bsos. Lilia. A lo que respondí, muchas gracias, ya estoy en Madrid, bsos. Perdone, me puede repetir la dirección, preguntó el taxista. Hortaleza, esquina Gran Vía, repetí. Se trataba de la cadena de hoteles conocidas en España. Son hoteles de tres y cuatro estrellas que ofrecen conexión gratuita a Internet. Las habitaciones son pequeñas, al igual que todo en Europa, por supuesto que con excepciones. Aún en el taxi recibí una llamada de un teléfono sin número. No reconocía la voz y pregunté quién era. Lilia, fue la respuesta. Lilia, exclamé. Enseguida continué hablando en portugués, pero su voz se entrecortaba. Creí que la velocidad del taxi en la autopista interrumpía la cobertura. Era solo para desearte buen viaje. Gracias, gracias por la llamada. Fue una conversación rápida, pagar una llamada internacional de Portugal a España desde un móvil tiene que ser rápida. Hacía tantos años que no escuchaba a Lilia que me emocionó mucho.

Cuando llegamos al hotel me sorprendió que no dispusiera de plazas de recogida y bajada de huéspedes en frente del hotel, en realidad es no raro que los hoteles en España los tenga. Tuvimos que parar en medio de la vía, una calle estrecha del centro de Madrid. Los coches tenía mucha prisa y yo todavía tenía que luchar con el equipaje y los cosas que este taxista llevaba en el maletero, porque él no iba a ser una excepción: El gato de repuesto, las herramientas, las botellas de gas… Distaba mucho la simpatía de este chofer callado con el parlanchín de Tenerife. De poner más familias a las especies pondría el de Calladus Amargus que correspondía con éste. Le pedí un recibo por lo que había pagado y la cara no fue de querer hacerlo, había mucho tráfico y coches con prisa que tocaban las bocinas y el hombre estaba contrariado por el caos que se formaría. El hombre tenía razón, pero yo también. Necesitaba el recibo aunque tuviera que pasar una ambulancia con la sirena de emergencia. El trato en la recepción fue cordial y amigable. La chica de la recepción era una argentina simpática y bromista. A pesar de tener el comprobante de haber pagado la habitación, me dijo que el hotel estaba lleno y que tendría que esperar a que preparasen la habitación. No entendí muy bien qué era lo que pasaba, tampoco tenía ganas de preguntar, pero la chica notó en mi cara algún gesto de extrañeza y enseguida me aclaró la razón: La habitación todavía no está lista porque el Check In en este hotel es a las dos de la tarde. Me acordé que en la reserva lo ponía. La entrada a las dos de la tarde y la salida del hotel, o Check out, a las doce del mediodía. Así que cansado como estaba decidí leer un periódico que tenía sobre una mesa del mini-vestíbulo-recibidor-recepción-hall y me senté en un sofá incómodo y de tacto sintético mientras esperaba. A la vez que leía observaba la decoración.

A pesar de que la arquitectura interna del edificio era antigua, el hotel estaba decorado con líneas contemporáneas, sencillas y con lámparas de colores de madera y de colores vivos. Tenga, es la habitación 404, en la cuarta planta, a la izquierda está el ascensor y al fondo la cafetería. Mañana el desayuno, por ser domingo, es de siete a once. Todo esto dijo la chica con un acento zalamero y tierno. El edificio había sido remodelado para construir el hotel. Así que donde había un patio interno con las escaleras, construyeron un ascensor para seis personas, por lo menos eso era lo que rezaba el aviso del ascensor. Me imagino que no se refieren a seis personas literalmente, sino al peso de las seis juntas. Porque en aquel ascensor sólo cabía mi maleta y yo y quedaba un espacio pequeño e inútil, quizá para el paraguas que necesitaría y que no llevaba. Es el primer ascensor que veo rectangular. Pero no rectangular de dos por cuatro metros. No, era de setenta centímetros por metro y medio. Son esos típicos ascensores europeos llenos de romanticismo, de hierro fundido a su alrededor y que puedes ver subir y bajar.

La habitación también era pequeña con dos camas individuales juntas. Las dimensiones del cuarto podrían ser las de un ascensor normal, es decir, de dos por tres y medio. A los costados apenas el espacio mínimo para pasar. En frente de la cama una consola estrecha que hacía de escritorio y el mini televisor puesto encima. Se puede decir que la decoración era austera y de muebles color marrón chocolate y de líneas rectas y sencillas al igual que la recepción. Muy contemporáneo. Lo mejor de esta cadena de hoteles es el baño. Tienen una cabina de hidromasajes que me pareció una bendición. Enseguida quise usarla con la esperanza de pasar un rato agradable bajo tantos chorros de agua. La ducha tenía tantas perillas y mandos que me vi sumido en un dilema. Suelo abrir el agua de la ducha antes de entrar, para que el agua se vaya calentando mientras me desvisto. El dilema era que estaba vestido (porque si me desvestía, me congelaba), y que alguno de todos aquellos mandos abriría el agua, ¿pero qué pasaría si me equivocaba de perilla? Con todos esos chorros que amenazaban directamente con empaparme no quise averiguarlo. Así que tuve que meterme primero (desnudo y helándome) y abrir después. No me acordaba lo fría que salía el agua en Madrid. El agua que salía por todos aquellos chorros de la cabina me cortaban como si fueran cuchillos. Grité. Intenté apartarme y me golpeé la espalda con los plásticos de la mampara. Me retorcí del dolor y estornudé varias veces hasta moquear. En apenas unos segundos ya había descubierto que aquella cabina de hidromasajes no era más que un engañabobos. Algunos chorros de los costados salían con tanta fuerza que me hacían daño y de otros apenas salía un hilo de agua que se deslizaba por las paredes de la cabina. Estaba claro que la cal había hecho su trabajo. La temperatura se regulaba con otro mando, uno redondo, grande y muy duro. Tuve que darle vueltas con la toalla esponjosa y de blanco inmaculado que pendía de la puerta. La toalla se mojó, pero no le di importancia, había otra en el colgador. Después de tantos intentos de controlar la temperatura y de quemarme y congelarme con el agua de aquella sofisticada ducha, conseguí la temperatura perfecta. Sólo usé la ducha tradicional, la que está arriba. No me hicieron falta los chorros de los costados y toda aquella parafernalia para relajarme. Apenas la alcachofa normal de la ducha era suficiente. Estaba claro que tanta sofisticación no era necesaria. Al terminar la ducha cogí la toalla que estaba en la estantería de metal para secarme y, al abrirla, descubrí que estaba manchada de color violeta, como si fuera pintura de uñas. Además, no estaba esponjosa como la otra, sino áspera como la lengua de un gato. Así que no me quedaba más remedio que secarme con las toallas de manos y las de la cara. Las calles contrastaban con las de Santa Cruz por la cantidad de gente que caminaban en ellas sin tropezar. Cada vez que voy a Madrid me pregunto porqué está todo el mundo en la calle las veinticuatro horas. Hay quien dice que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Yo discrepo de esa afirmación. He estado en Nueva York a las cuatro y media de la madrugada y las calles están vacías, atemoriza andar por alguna de ellas. En cambio en Madrid de diez de la noche a cinco de la mañana es cuando hay más gente en el corazón de la ciudad.

Bajo una fina lluvia que no paraba sorteé gente, charcas de agua y barro mientras buscaba un restaurante. Me acordé de uno asturiano, en la calle Mayor, muy cerca de la Santiaguesa, mi pastelería preferida. Allí, al calor de la calefacción, almorcé un pescado que estaba exquisito, pero el postre, evidentemente, no podía ser en otro sitio. Tan solo cuarenta pasos me separaban del mejor pastel de Madrid. No dudé en acercarme. La tarde transcurrió tranquila, en la habitación del hotel, grabando música para el viaje de más de once horas que me esperaba, escribiendo este diario y conectado a Internet por si algunos de mis compañeros de instituto se conectaban y dejábamos salir nuestros recuerdos a través de la informática impersonal y fría. No me había cuestionado la importancia que puede tener una secuencia de ceros y unos. El famoso sistema binario. Sabía que era importante para el mundo, ¿pero lo era para mí en el ámbito personal? ¿No podría conseguir los mismos objetivos sin Internet? La respuesta es que no. Lilia no hubiera podido encontrarme después de veintitantos años, sin saber siquiera en qué país me encontraba. Hemos de reconocer que ha habido mucha suerte también, pero una suerte que sin la compañía de Internet no hubiera dado resultados.

Para despejarme de todas las ideas que tenía acerca del diario decidí recortarme la barba y darle forma. Unos minutos ocupado con los pelos me vendría bien. Cogí las tijeras, que había guardado en la maleta del día anterior y me fui decidido al espejo del cuarto de baño. Todo corría según lo previsto: recortando y dando forma. Se iban acumulando pelos cortos y otros más largos en la porcelana blanca del lavabo y en la encimera de madera. Cuando había pasado unos veinte minutos comencé a afeitarme la parte del cuello, vaya un rasguño. Aquella cortada sin importancia me dio una nueva idea: ¿Y si me afeitase del todo? Decidí no dejarme un solo pelo en la cara. Y así lo hice. Parecía otro. Tanto criticar los Carnavales y ya me había disfrazado de mi otro yo, el que no lleva barba ni bigote. Curioso. ¿Esta decisión tendría algo que ver con las fotografías viejas del Liceo que me enviaron Lilia y Susana? “Lilia acaba de iniciar sesión”, rezaba el cartelito del Messenger. La saludé y le conté que estaba escribiendo y grabando música. Le agradecí la llamada y le pedí disculpas porque la cobertura no era buena y parecía torpe al teléfono. No era la cobertura, es que me quedé sin palabras porque no esperaba que me hablases en portugués, cuando estabas en el Instituto no decías ni una sola palabra que no fuera castellana. Reí por el Chat y le envié a través del Messenger las primeras líneas sin revisar de este diario. No quise contarle mucho más. Si lo hacía ya no tendría sentido que lo leyese.

Lee el siguiente capítulo: II Domingo 26

6 respuestas a «I – Sábado 25»

  1. Genevieve Marie Saint Martin

    Qué buen comienzo! Se va a hacer muy larga la semana hasta ver publicado el siguiente capítulo.

  2. Genevieve Marie Saint Martin

    Estimado José, ardo de impaciecia por el siguiente capítulo, no sea cruel y no haga sufrir a sus admiradores

    • José de Caires Autor de la entrada

      jajaja! Mañana ya estará disponible la segunda entrega. Gracias por el apoyo. Un saludo

  3. Kevin Morcillo

    Me ha encantado. Por mi trabajo (finanzas) viajo mucho y gracias a ti, a partir de ahora, va a ser todo mucho más fácil. Gracias, señor bloguero!!! 🙂

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