III – Lunes 27

Lunes 27

 

Dragon-Rojo-relieve

Ya había dejado atrás un día, lo dejé en Europa, a miles de kilómetros de distancia y tan cercana a la vez. Tomé conciencia de que estaba en el lejano oriente. ¿Lejano oriente? Sí, Tailandia está en el lejano oriente. Cuando lo dices parece que queda en el fin del mundo. En un sitio que sólo pueden nombrar los exploradores en libros y ves fotos porque ellos, y sólo ellos, han estado allí. Es tan lejos que no se te pasa por la cabeza que algún día aquellas fotos las puedas hacer tú mismo. Me sonaba muy lejano, pero a la vez me sentía tan cercano que hasta me era familiar.

Al poner un pie fuera del avión, el aire caliente y húmedo del trópico asiático golpeó mi ropa y mi cara. La chaqueta vaquera que tenía puesta se convirtió en un artilugio que me quemaba la piel. Me la quité tan pronto como pude. Tuve imágenes de mi infancia y mi juventud en Venezuela, de la playa y del aeropuerto de Maiquetía. Tenía la misma sensación, pero esta vez en el sudeste asiático y con mucho más calor y humedad. Parece mentira que dos sitios tan distantes tengan tanto en común. Recordé mi familia, los episodios de mi infancia y los tiempos de Instituto. Recordé a mis antiguos compañeros jugando en los recreos al balón bolea con una pelota vieja y mal oliente. Recordé las excursiones por la quebrada del río que pasaba por un costado del patio del colegio, en el que más de un compañero se había dado un buen baño sin quererlo, y de los árboles que servían de hogar a unos perezosos que nos miraban pasar los ratos de recreo desde las ramas. Recordé de los que fumábamos a escondidas de los profesores y de los que nos besábamos en las esquinas. Tuve muy presente a mis compañeros del Instituto por el reencuentro después de veinticinco años y que apenas dos semanas antes habían dado conmigo.

Después de cambiar dinero en una ventanilla, que decía banco de Tailandia, fui a buscar transporte a la ciudad. No fue una tarea difícil. Tenía a varios hombres y mujeres ofreciéndome taxis. Ya había decidido que no cogería un autobús. No quería convertir mi viaje a Asia en un viaje de joven mochilero, no por menospreciar a los jóvenes que con poco dinero se atreven a las largas travesías, al contrario mi admiración por ello, sino porque no tengo cuerpo para aguantarlo. No me puedo imaginar con una maleta en un autobús viejo y atestado de gente. Tampoco en un taxi, que por el precio de uno en España me pagaba una limusina. Eso es, una limusina sería el transporte que usaría (no son esas limusinas de las películas, muy largas y de cristales oscuros. No es una de esas en las que echas a volar la imaginación cuando las ves pasar y crees que dentro va un millonario fumando habanos caros con traje italiano y de corbata azul clara. No se trata de una de esas limusinas con copas de cristal que salen del suelo o de la puerta al pulsar un botón, o una de esas limusinas en las que viajan mujeres hermosas vestidas de trajes negros y ajustados y que van al lado de sus amantes, que bien podrían ser sus padres tardíos. No, era simplemente un coche japonés nuevo, con asientos de cuero, aire acondicionado y de precio bastante razonable. No sé porqué las llaman limusinas, supongo que por diferenciar estos coches de los taxis más viejos, pero que son cómodos y que también tienen aire acondicionado).

Hotel Davis, dije en alto, como si le hablase a un sordo, y vocalizando bien (supuse, no sé por qué, que no me entenderían y luego soy yo el que no entiende inglés porque lo hablan muy bien, como cuando me habló la azafata más maquillada) y pagué por adelantado en un mostrador del Terminal de llegadas del aeropuerto de Don Muang. Los trabajadores, que daban vueltas por el lugar, no me dejaron coger el equipaje. El estómago se me encogió cuando uno de los hombres de uniforme cogió el maletín de mano y salió tan rápido que ni siquiera me dio tiempo a gritar, llamarle o reclamar mi maleta. Pensé en este cuaderno de viaje y en todos mis cuentos, mis novelas inacabadas que estaban en el ordenador portátil, en los correos electrónicos de mis compañeros del liceo, en sus direcciones, ¿cómo las volvería a conseguir? No había hecho copias de seguridad. He estado con la cabeza en mis recuerdos, en mis alegrías, en la ilusión de un futuro encuentro con ellos que había olvidado hacer las copias. Por lo menos podía haber impreso la hoja que me envió Susana con todos los nombres, direcciones y teléfonos. Pensaba en todo esto mientras veía la cabeza del hombre que se llevaba mi maletín entre la confusión de personas que puede haber en un aeropuerto. Cuando decidí correr detrás de aquél ladrón de recuerdos e ilusiones, me di cuenta que el hombre ya había parado detrás de un coche japonés blanco y nuevo. Gracias a Dios, exclamé con un suspiro de alivio (y eso que no soy católico). Había comprendido que se trataba del chófer y, detrás de él, el otro trabajador con mi maleta grande llena de ropa. Fue tal mi desesperación por el ordenador portátil que había olvidado que llevaba una maleta más, la de la ropa. Y después digo que estas cosas sólo le puede pasar al otro, al turista desorientado, nunca a mí.

Circular por Bangkok por la izquierda me daba la sensación de ir en sentido contrario. Hasta unos buenos kilómetros después no pude disfrutar del trayecto del aeropuerto al hotel por una autopista de altura en todos los sentidos. Estoy acostumbrado a la pobreza de Venezuela, a sus miserias, a las carreteras con agujeros, grietas, baches y puentes que se caen y dejan a la ciudad incomunicada con el aeropuerto. Estoy acostumbrado a que el asfalto sea de mala calidad y que al primer frenazo el coche deslice o vuelque. Venezuela me enseñó que todo es posible en un país en vías de desarrollo, que es como se les llama a los países tercermundistas para no ofenderlos. Pero esta autopista estaba a más de veinte metros de altura, con asfalto de primera calidad, sin baches, sin uniones en el suelo que rompen las ruedas entre un puente y otro. En esta autopista disfrutaba como si se tratase del mejor mirador de la ciudad. Aún con más razón porque Bangkok es una ciudad llana y sin montañas, pero con edificios modernos, de cristal, de obra vista, con tejados y sin ellos, con jardines en las cúspides de los rascacielos, con antenas altas que iluminan con una bombilla roja y el cielo blanco del trópico. Esa luz blanca que ofrece esta latitud y que no permite ver el firmamento azul. La ciudad me atrapó y no dejó que le quitara la vista a un lado y al otro de las ventanillas del coche. Miré el reloj y según mis cálculos llevábamos más de treinta y cinco minutos circulando por aquella autopista que iba por encima de los tejados. ¿Tan larga podía ser una autopista sujetada en su base por unas columnas que, a su vez, se apoyan sobre una autovía? Porque debajo de ella había otra vía también llena de coches. ¿Qué opinión tendría Lilia de haber visto semejante obra?

Salimos de la highway, como decía el chófer, por una rampa y pagué un peaje que bien valía la pena pagar. Ha sido uno de los miradores turísticos más barato hasta ese momento que me he subido. Acostumbrado a pagar mínimo varios dólares para subir a edificios emblemáticos, me parecía que por unos céntimos esta autopista me había enseñado desde las alturas varios kilómetros de la ciudad. Como iba diciendo, salimos del peaje y fuimos a dar a otra calle que estaba cubierta por otro puente y con columnas centrales blancas y en forma de T. Las calles estaban atascadas de coches, autobuses grandes, otros más pequeños, de Tuk Tuks, (unas motos de tres ruedas, con un asiento trasero para dos personas, con techo y pintadas de colores de pueblo tropical) y de humo (el puente que estaba haciendo función de autopista, lo hacía a su vez de techo y el viento no circulaba con fuerza suficiente para llevarse la contaminación). La calle estaba atestada de gente que llevaban bolsas, comida y bebidas en las manos. Caminaban por las aceras y para cruzar la calle subían por escaleras que iban a dar al famoso puente, la autopista. Me pregunté cómo la cruzarían, si no sería peligroso.

Considero que soy paciente cuando conduzco, pero creo que en una situación similar con tanto tráfico, y conduciendo en sentido contrario, empezaría a insultar al de adelante por no moverse, a tocar la bocina, a gritar e intentar hacer cambios de carril a la vez que también insultaría al vecino por no moverse y dejarme pasar. Empezaría a soplar, a sudar, a secarme la cara y a hacer malos gestos con la mano a todo el que se cruzase en mi camino. Sin embargo esta gente tenía la mirada perdida en algún punto del coche delantero y con las manos sobre el volante, sin preocuparse lo más mínimo por el atasco en el que nos encontrábamos. Parecían muy acostumbrados. Quise romper con la monotonía de estar allí encerrados en el coche sin movernos y con gestos muy figurativos, que acompañaban mis palabras, le pregunté al conductor que si el tráfico era por la hora, a lo que respondió con un inglés muy simple pero claro: No hora. Siempre. Hay gente en ciudad. Luego intenté preguntarle que cuántas personas vivían en Bangkok, pero fue en vano. El chófer era incapaz de entenderme y yo era incapaz de encontrar un gesto, una señal o un movimiento de manos para una pregunta tan abstracta.

En unas de las calles que cruzamos a la derecha, aproveché la ocasión para mirar por el cristal de atrás el puente que había estado sobre nosotros durante tanto tiempo. Y fue cuando esta ciudad me sorprendió muchísimo más. Lo que en un primer momento pensé que era una autopista, como la que me había traído desde el aeropuerto, era en realidad la vía de un tren. Y las escaleras por donde la gente cruzaba de un lado a otro no eran más que aquellas que iban a los andenes. ¿Se trataría de un tren de cercanías o era el metro? No se lo iba a preguntar al buen hombre para no meterme en callejones sin salidas.

Cuando llegamos al hotel me sorprendió la fachada del edificio. La encontré romántica y puse muchas expectativas en aquel hotel que se me antojaba generoso. De hecho lo era en sus puertas, altas y anchas, con dos dragones a la entrada sobre pedestales, como si fueran los guardias de los huéspedes. Un reloj de hierro fundido en medio de la acera, que recordaba los relojes antiguos ingleses de las estaciones de tren de principios del siglo XX. Las ventanas lucían estrechas por lo altas que eran. Estaban rematadas en la parte superior con decoraciones labradas en escayola en forma de arco. Unas columnas que sobresalían de las paredes sujetaban un techo que parecía de castillo por lo alto que era. La arquitectura del edificio recordaba la época colonial inglesa de otros países asiáticos.

Para qué contar que el conductor del coche encontró justo en la puerta un sitio donde parar. Y que los botones del hotel, que esperaban a los huéspedes, no me dejaron coger mi equipaje. De esta vez tomé precauciones y me opuse a que me llevaran el maletín con el ordenador. Parecían enfadados por no dejarles llevar tan apreciado equipaje. Quizá pude ofender por demostrar desconfianza, pero no estaba dispuesto a llevarme otro susto como el del aeropuerto. Prefería que ellos se enfadaran a que yo lo pasara mal. Así es el egoísmo.

Cuando me acerqué a la puerta, un chico con uniforme de cuello mao y guantes blancos hizo el mismo gesto que la tripulación del avión para darme la bienvenida, Sawasdee khap, dijo llevando sus manos al centro del pecho en forma de oración. Y después, con la fuerza de todo el peso de su cuerpo contra la puerta de cristal, grande y regia, la empujó para abrirla. Nadie había hecho tanto esfuerzo para que yo entrara en ningún sitio. Lo agradecí con una inclinación de cabeza aunque fuera una costumbre japonesa. Me sentí torpe pero me pareció que lo mínimo que se merecía aquel chico era una reverencia por mi parte. ¿O quizá haya sido por estar en Oriente que mis gestos comenzaban a parecerse a los de ellos? Creía que en menos de lo que cantaba un gallo (da igual si es occidental u oriental, todos cantan a la misma hora) iba a saludar a los nativos (que palabra tan horrenda, nativos. Con tan sólo pisar suelo asiático, yo ya parecía un colono) con las manos en oración sobre la mitad del pecho y diciendo aquello de Sawasdee Kha. ¿O era khap? No estaba seguro de cómo se decía, porque había escuchado las dos versiones.

Habitación número 517, Señor (parecía pensar mucho lo que iba a decir a la vez que leía un cartón que me iba a entregar) ¿de Kels? Dijo el chico de la recepción, que no tendría más de veinte años, con un acento inimitable y trasformando la ere en ele. Asentí nuevamente con una reverencia y no quise corregir la pronunciación de mi apellido. Lo había leído correctamente en inglés. No quería que el chico estuviese incómodo por la pronunciación de un apellido tan complicado. Por el contrario, tuve la fabulosa idea de felicitarlo, Oh, Hablas muy bien portugués, le dije. El chico dijo que no un poco sonrosado. Parecía sentirse orgulloso por haber pronunciado bien una palabra exótica de un país lejano. Porque no se trataba de un pasaporte americano, alemán, inglés o de algún país vecino a los que ellos están acostumbrados. No. Se trataba nada más y nada menos que de un país que ni siquiera sabrían decir dónde quedaba de no ser porque decía Unión Europea. De no ser por eso, ese país tan lejano podría estar en Suramérica, (aquí la expresión, Está más lejos que la China, es ridícula y entonces se dice que queda allá, en el fin del mundo, por Suramérica).

Cuando estuve a punto de entrar en el ascensor, escuché que llamaron a alguien: Señor no sé qué, no sé qué. Me giré y vi al chico de la recepción con cara de terror que corría hacia mí. Miré rápidamente a todos los lados por si se me venía encima uno de los dragones de la puerta o por si el ascensor no estuviese y al entrar fuese a caer al vacío. No sabía de qué se trataba tanto alboroto y paré en seco por si el suelo delante de mí estuviese a punto de derrumbarse. El chico se acercó más y me dijo en un inglés que entendí perfectamente, quiero decir, en un inglés de extranjero, que él había cometido un error, que me había dado la habitación equivocada. Respiré aliviado. ¿Tanto alboroto podría ser porque la llave que me dio fuese de una habitación ya ocupada? Me imaginé llegando a la habitación y encontrándome a un hombre sudoroso durmiendo en la cama con una camiseta sin mangas y el peluquín desmelenado a su lado metido entre las almohadas. O peor aún, entrar al baño quitándome la camisa y desabrochándome el cinturón y encontrar a una mujer muy guapa sentada en el retrete. Ella me pillaría hurgándome dentro de la cremallera, pero yo a ella con las tangas por debajo de las rodillas. Me reí por lo rápido que vuela mi imaginación mientras esperaba por mi nueva llave frente al mostrador. El chico me miró queriendo saber el porqué de mi risa. Enseguida le dije que menos mal que me había encontrado a tiempo, antes de que pudiera entrar en una habitación y encontrarme con alguien durmiendo. No le conté lo que había imaginado. Dijo que no, con ese acento raro que yo entendía muy bien, que otra habitación porque es muy grande. Vaya, me dije y me arrepentí de haberme girado cuando no entendía a quién llamaban y de no haber subido antes de que él me encontrase en la puerta del ascensor. Que una vez dentro de la habitación ya nadie me sacaría de ahí, de la habitación más grande. Nadie me sacaría de ahí hasta no haber dormido todas las horas que no había dormido en el avión. Después de eso ya veríamos si abriría la puerta. Espero disfrute habitación, ahora, dijo el chico. Ya sé que no es una traducción correcta, pero es el equivalente en castellano a lo que dijo en inglés.

Al abrir la puerta de la habitación, mi vista recorrió todo el espacio en cuestión de segundos, pero en la habitación no había cama. ¿Qué es esto?, exclamé. Estaba muy bien decorada, los muebles bien conservados, un armario grande que ocupaba toda la pared del lado derecho, con el televisor al fondo y un escritorio con su silla. En el lado izquierdo del salón, porque era un salón grande, no sabría decir de cuántos metros, pero grande, un sofá de corte clásico y claro y uno más pequeño de diseño moderno, con tapicería de seda oscura delante de un ventanal muy luminoso que daba a la piscina y a unas casas de madera tailandesas. Lámparas de pantallas grandes de seda negra sobre las mesas laterales. Otra mesa de madera, pero en el centro del salón, con revistas y un libro sobre Tailandia. El suelo era de parqué claro. Todo era muy acogedor, me sentía muy bien allí, pero la cama no la veía por ningún sitio. Es que una cama no es una percha que es fácil de ocultar en un armario, a no ser que fuera dentro de los sofás. No esperé para comprobarlo. Miré por debajo de todos los cojines, pero no pude descubrir cómo se podría sacar una supuesta cama del sofá. Preferí pasar por tonto occidental, que al fin y al cabo nadie me conocía, y preguntar. Así que esperé sentado en la silla del escritorio a que el botones trajera mi equipaje a la habitación. Comencé a reír porque nunca me imaginé una habitación de hotel sin cama. ¿Cómo sería la habitación que no me dieron, la que el chico me dijo que era muy grande, tendría cama? Tocaron el timbre y fui a abrir la puerta. Era el botones con mi equipaje. Le abría la puerta de par en par y dejé paso al chico con la maleta grande. Mientras la colocaba sobre un artilugio con patas para apoyarla, le pregunté que cómo se sacaba la cama del sofá. Arrugando la cara dijo que sí. ¿Qué sí? ¿Que sí, qué? Estaba claro que no me había entendido o se estaba haciendo el que no entendía. Así no tendría que ser él quien me explicase que la habitación no tenía cama. Ya estaba un poco enfadado e indignado ¿No hay cama? Seguía sin entender mi pregunta. Se me pasó por la cabeza que tal vez esta sociedad dormía en el suelo. De hecho los japoneses lo hacen, porqué no los tailandeses. No podía creer que me encontrase en una situación tan ridícula, pagar por una habitación que tenía sofás, televisor, escritorio y un armario que ocupaba toda la pared, pero que no tenía cama y que tendría que dormir sobre el parqué del suelo. Intenté hacerme entender. ¿Dónde cama? La cama, ¿dónde? Con gestos de mano y brazos del que quiere una respuesta. Oh, habitación, y señaló al armario. ¿Será posible que hubiesen escondido la cama en el armario? Vaya porquería de hotel, pensé. El chico se dirigió hacia el centro del armario y tiró de una de las puertas. Como si fuese magia apareció un dormitorio enorme en una habitación contigua. Estaba enmoquetada. A los pies de la cama un banco tapizado de una tela oscura y en la pared de delante otro televisor. La iluminación tenue y cálida que daba un ambiente sosegado y de paz. Me pareció que era oscura. Claro que me lo parecía hasta que me percaté del ventanal gigante que ocupaba de punta a punta la pared de la habitación. Las cortinas estaban pasadas y ocultaba por completo el sol. Y ahora que lo recordaba. Era casi las once de la mañana y ya tenía habitación. Vaya, igual que en Madrid, que tuve que esperar hasta las dos de la tarde en el minúsculo lobby del hotel.

Estaba tan cansado, mientras esperaba a que alguien me dijese cómo se abrían los sofás, que no había echado en falta el baño. Estaba dentro del dormitorio, a la derecha de la cama. Comencé a reír a la vez que buscaba dinero en mi bolsillo para dárselo de propina al chico. Le di un billete de cien Bahts (alrededor de dos euros y poco más) y se fue contento y con las manos en oración e inclinando la cabeza. No me quería imaginar la habitación que no me dieron por equivocacón. Si esta era la pequeña, cómo sería la grande.

La cama era muy cómoda, dura y alta, como a mí me gustan. Quería darme un buen paseo por Bangkok y decidí hacerlo después de dormir sólo un par de horas, no más.

Cuando desperté era de noche y miré el reloj, la una. La pregunta que seguiría era: ¿la una de la mañana o de la tarde? Abrí las cortinas y estaba oscuro. Las vistas al jardín y a las casas de madera no ayudaban para saber la respuesta de si era la una de la mañana en Bangkok o la una de la tarde en España. No sabía si había cambiado la hora del reloj antes de acostarme. De lo que sí estaba seguro era de no haberla cambiado en el teléfono móvil. Lo supuse porque cambiar la hora en el móvil no es fácil. De haberlo hecho lo recordaría. Rebusqué entre las cosas del maletín para encontrar el teléfono. Fue inútil. Podría estar en cualquier lado de la habitación. Con el jaleo de no encontrar la cama no sabía qué había hecho o dónde había dejado las cosas. Encima de la mesilla, junto a mi reloj y las gafas, no estaba, sobre la estantería, al lado del televisor con el dinero que solté allí, tampoco. Busqué en vano entre los bolsillos del maletín y de la maleta grande, entre la ropa. Nada, no había rastro del teléfono. Opté por bajar y si había mucha gente, entonces sería la una de la tarde en España y si no había gente, entonces ya había cambiado el reloj y era la una de la mañana en Bangkok. El cambio horario nunca me había causado tantos problemas como en este viaje. De querer dormir sólo una par de horas, se convirtió en todo un día.

Antes de meterme en la ducha tenía que abrirla para no quemarme. A diferencia de Madrid, como se trataba de una ducha convencional con dos perillas, no representó ninguna dificultad. De pronto hice un gesto hacia la izquierda y me di cuenta que aún me seguía doliendo el ganglio del cuello. ¿Qué sería lo que me lo inflamó? ¿Sería una infección de garganta? Lo que me faltaba, que me diera una gripe con fiebre y que me postrara en cama durante todo el viaje. ¿Qué le contaría a Lilia? Ella fue la que me animó a escribir este diario. ¿Y a Susana?, que le gusta que le escriba cartas porque le gusta leer ¿Y a Rui?, que tiene dos hijos y quiere contarles las batallas de sus antiguos compañeros de clase. Simplemente podía contar que estuve tendido en cama durante un fantástico viaje porque no quise tomar antibióticos. Vaya diario iba a escribir. Me negaba a creer que fuera a caer enfermo y, con pensamientos positivos que no sabía si iban a dar buenos resultados, yo mismo me di ánimos.

Estaba ya vestido y listo para salir. Y mi móvil seguía sin aparecer. Supuse que ya aparecería cuando no lo necesitara. Eran más de las dos y media cuando salí de la habitación y cuando llegué a la recepción vi mucha gente en el lobby, así que la hora que marcaba mi reloj no podía ser otra que la hora de Madrid. Sólo tenía que confirmarlo con alguien del hotel. En efecto, eran las nueve menos cuarto y Bangkok me esperaba con los brazos abiertos para ofrecerme toda su plenitud nocturna. Lo único que pedía es que pudiera acabar el viaje sin enfermar.

Aquí es el momento de esclarecer que soy el peor turista del mundo. No preparo mis viajes, apenas elijo vuelos de avión y hotel desde España. El resto lo dejo a la buena mano del destino que sé que me tiene preparado un buen camino de rosas (o por lo menos es lo que pienso) y dejo que sucedan cosas. Me dejo, simplemente. Así que nunca sé qué es lo que hay que ver en el país o ciudad que visito, excepto lo que todo el mundo conoce, claro está, muralla china, Taj Mahal, etc. y ya en el sitio comienzo a indagar qué hacer, qué visitar y qué comer.

Como no sabía a qué restaurante ir, fui a uno cercano en la misma calle del hotel que había visto desde la limusina. Tuve que descalzarme antes de entrar al restaurante. El camarero no hablaba inglés, pero como estaba cerca del hotel, el local ya estaba preparado para los turistas que no hablasen tailandés, es decir, el menú tenía fotos de todos los platos. Y, además, unas guindillas al lado de cada nombre indicando la intensidad del picante que tenía. Una guindilla quería decir cuidado, ya es picante para cualquier turista. Pedí varios platos pequeños para probar un poco de todo. La sopa, que en la foto tenía unos langostinos dentro, tenía tres guindillas. Tuve cuidado al probarla, sin embargo no me picó en un principio, pero cuando llevaba cuatro cucharadas comencé a moquear y a llorar, sudaba a caudales por la frente y en el cuello. Y, aún así, no podía dejar de comerla. Era un picante que no ardía en la boca como los otros, como el mejicano o el peruano. Sí que picaba, pero era diferente a cualquier otro picante que había probado hasta aquel momento. Sentía que el calor de la calle, que era abrasador, ya no lo era tanto y que un aire fresco recorría mi piel. Supongo que no es otra cosa que el sudor, pero no mojaba la ropa, únicamente un poco el cuello de la camisa y mi frente que parecía una catarata. ¿Qué clase de picante era ese?

Al acercarme al hotel ya me sentía más confiado en aquella calle oscura. Como no estaba iluminada con farolas públicas, supuse que era una calle secundaria. Las luces de los letreros de colores de los locales comerciales, de los edificios y casas particulares eran las que la iluminaban. Cuando vi un Starbucks Coffee, una cafetería de una franquicia internacional, decidí tomarme uno de esos cafés helados que hacen. ¿O quizá uno de chocolate? Ya vería.

En un cartel pegado al cristal anunciaban que había un área WiFi gratis para los clientes. Y a juzgar por todos los ordenadores que los usuarios de la cafetería tenían, se trataba de una buena conexión. Un hombre rubio estaba sentado cerca de la puerta, en uno de los asientos tapizados con su portátil encima de la mesa. Usaba uno de esos auriculares que tienen el micrófono incorporado y que hacen lucir al que lo usa como un astronauta o un marciano, según y cómo se mire. El hombre tenía ambas manos detrás de la nuca y los pies apoyados en el asiento de enfrente. Pasé por detrás de él para pedir en la caja del mostrador un Capuchino helado, la bebida estrella de la franquicia. Cuando pagué, aproveché y me di la vuelta para ver quién estaba en la pantalla del portátil del rubio. Era otro hombre, moreno, con los mismos auriculares y micrófonos en la cabeza, es decir, otro astronauta o marciano. Era evidente que tenían una videoconferencia, pero el rubio no hablaba. El otro parecía tener un monólogo igual al que tengo yo con mi diario. ¿Será que el rubio vive en Bangkok y que el otro es el que está de viaje y le está leyendo su diario? Justo al contrario que yo, pensé. ¿Vivir en Bangkok estaría bien? No lo sé, tendría que pasar unas vacaciones largas en esta ciudad para saberlo. Mientras pensaba en todo esto me dirigí a la única mesa libre: la que estaba al lado del rubio de la videoconferencia. Caramba, E.T. phone home, reí para mis adentros.

Es importante decirle a la fábrica que a la mercancía hay que arrancarles las etiquetas, ¿ya? Si no existe esa posibilidad, ¿ya?, los amenazamos con no comprarles, ¿ya? Gritaba el rubio en castellano y que, a juzgar por el acento y el uso del ¿ya?, se me antojaba peruano. Durante su conversación mantuvo esa postura de magnate mafioso: los pies apoyados en el asiento de enfrente y con ambas manos entrelazadas detrás de la nuca. Me hizo recordar a muchos que había conocido con ese aire de empresario importante. Lo que no entendía era cómo hacía una vídeo-conferencia de negocios en una cafetería y con conexión gratuita. Además, ¿qué tipo de empresa era esa que tenía que arrancar las etiquetas? Qué diferente eran los tailandeses que estaban conectados a la red con su portátil. Todos en una actitud normal. Unos escribían correos, otros en grupos de dos miraban páginas de Internet y hablaban en un tono de voz tolerable por todos. Y si en algún momento alzaban la voz, era en el momento de las risas. Me fui con mi vaso plástico del local. No era capaz de aguantar ni un momento más al rubio con esa actitud agresiva y desagradable.

Cuando llegué al hotel ya era tarde, alrededor de la una, pero esta vez sí era de la mañana. Tiré el vaso del capuchino helado a la papelera antes de entrar al hotel y cuando uno de los chicos me vio, corrió hasta la puerta para abrírmela. Llegó demasiado tarde. Ya lo había hecho yo. Por supuesto, no podía faltar el saludo Sawasdee Khap, y las manos en oración a la altura de, ¿la cara?. Ah, también se puede subir un poco más las manos, no tienen que ser en el pecho. Ya no tenía nada en las manos que me imposibilitara saludarlo de la misma manera. Así que lo hice: Manos en oración a la altura del mentón (me quedé a medio camino por si acaso) inclinación de cabeza y Sawasdee kha. Rió a carcajadas. O metí la pata o al chico le había hecho gracia que un occidental saludara así.

Cuando me cepillé los dientes descubrí la razón de la inflamación de ganglios. En Madrid me había hecho daño con el hilo dental en la encía. La tenía más roja de lo normal. Hice unos enjuagues con un antiséptico que había traído. Podré no planificar el qué ver, qué visitar o qué comer y dónde, pero el botiquín siempre presente y al día con todo lo necesario.

Ya encontré el teléfono, lo tenía en un bolsillo de la chaqueta vaquera, la misma que cuando me bajé del avión me quemaba la piel.

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4 respuestas a «III – Lunes 27»

  1. Wilson Alejandro Columbrete

    Qué infartante ver salir a alguien corriendo con tu maletín, máxime en un país extranjero tan remoto. Ahora bien, la posterior sensación de alivio tuvo que ser bien buena

    • José Luis de Caires Autor de la entrada

      Jajaja. Sí, totalmente «infartante». Pero cuando luego te das cuenta que lo malo ha sucedido sólo en tu cabeza, aprendes a confiar.

    • José Luis de Caires Autor de la entrada

      De entrada lo pasé bastante mal, pero luego fue una anécdota para recordar durante todo el viaje.

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