IV – Martes 28

Martes 28

Dragon-Rojo-relieve

Me desperté antes de que sonara el despertador. Me revisé el cuello y tenía el ganglio menos inflamado. Me sentía un poco cansado porque había estado escribiendo y cuando terminé de revisar mandé por correo electrónico el segundo día de este diario y algunas líneas a mis compañeros de instituto. A Lilia, la provocadora de este lío, a Susana, lectora empedernida y a Rui, el adulto, todavía desconocido para mí. Me desperté antes de tiempo porque quería desayunar temprano para hacer la maleta con calma, tampoco tardaría mucho, sólo tenía que guardar la ropa del día anterior y el abrigo, pero quería tomarme mi tiempo. Es lo que tiene estas escalas de 24 horas.

Había quedado con el conductor de la limusina del hotel para que me recogiera a las doce en punto. Tenía tiempo de sobra para llegar al aeropuerto. Se tardaba una hora más o menos y tenía que estar allí a las dos y media. Llegaría con más de tres horas de antelación de la salida del avión. Decidí hacerlo así porque tenía que dejar la habitación a las doce y hacía mucho calor para dar una vuelta de una hora. En una ciudad como Bangkok, una hora es lo que se tarda en llegar un poco más lejos de la esquina. Además, tenía ganas de escribir este cuaderno. La idea de Lilia me apresó y decidí aceptar el reto. Mi sorpresa fue cuando me di cuenta que ya llevaba veinte páginas y aún quería seguir escribiendo y corrigiendo. Hacía más de cuatro años que no era capaz de escribir. Como si mi musa se hubiera ido de vacaciones al lejano oriente y aquí la hubiera encontrado nuevamente. Eso que dijo Picasso que si la inspiración existe, prefiero que me pille trabajando. Resultó cierto al cincuenta por cien. Muchas veces, infinitas veces, en estos cuatro años y pico, intenté que me pillara la musa trabajando, pero fue en vano. Ni musa ni trabajo. Llegaba a la sexta línea y tiraba la hoja a la papelera. Pero en cambio las ideas cuando no estaba escribiendo llegaban como fuegos articiales que sacudían mis ideas. Pero llegada la hora de escribir, un desastre. No me gustaba nada lo que hacía. Sin embargo, esta vez la idea de Lilia fue fantástica. Tengo qué decir y sé cómo contarlo. En las revisiones no acabo de corregir, pero no me desanimo y continúo aunque lo considere malo (ahora mismo estoy en una tesitura acerca de en qué tiempo debo contarlo, si en esta especie de presente, como ahora, o continuar desde una perspectiva más lejana, como si escribiese el diario desde el recuerdo. No lo sé, creo que seguiré corrigiendo y borraré esta anotación subrayada. Como tengo la batería del ordenador cargada al completo, seguiré las correcciones en el aeropuerto. Ya decidiré qué hago).

El conductor me pidió en un inglés correctísimo el billete del avión antes de subirme al coche. Dudé si dárselo o no, pero la desconfianza que tenía cuando llegué se había ido esfumando. Le enseñé el billete sin soltarlo, por si acaso, y el buen hombre me dijo que ya sabía en qué Terminal debía dejarme. Me sorprendió su habilidad para leer los billetes de avión.

Durante el trayecto al aeropuerto busqué un poco de conversación, sería una de las pocas oportunidades para aprender algo de la sociedad tailandesa. ¿Dónde aprendió inglés? Y con un acento muy correcto me dijo que en Bahrein. No sabía de qué me hablaba, volví a preguntar que en dónde, a lo que respondió lo mismo, como era evidente. Notó que no entendía lo que decía y remató la oración: El país, Bahrein. No me acordaba de ese país tan pequeño, lo había ignorado por completo. El conductor me dijo que había ido a trabajar como chófer, pero que deseó volver durante los cinco años que estuvo allí. Los tailandeses no somos un pueblo que emigre fácilmente, me dijo, y cuando lo hacemos es por poco tiempo. Entonces me di cuenta de la emigración occidental, que cuando dejan sus hogares casi tienen la certeza de que será para toda la vida.

Corregí mucho en el aeropuerto. Tenía la tarjeta inalámbrica del ordenador encendida, por si había alguna conexión Wi-Fi gratuita a la que pudiera “engancharme”. Cuando estaba a punto de cerrar el ordenador y relajarme antes de ir a coger el avión, el aviso del ordenador me alertó: Ahora está conectado a la red. Enseguida busqué descargar los correos electrónicos y revisar en la lista de amigos si alguno estaba conectado a la red. Leí un correo de Susana y le respondí:

Hola Susana,

He conseguido una conexión en la sala del aeropuerto de Bangkok y aprovecho para responderte.

En efecto Madrid estaba nevado y las noticias eran verdad. Supongo que si tu hermana no vio nieve por donde estuvo, entonces el temporal habrá afectado solamente el centro de la península.

No te quiero contar mucho más, porque luego leerás más de Madrid en el Diario

Qué alegría que te hayan llamado de USA. Espero que es proyecto siga adelante.

Te dejo, que ya es tarde y el avión me espera. Ahora me voy a Singapur.

Besos,

Lee

 

Cuando enviaba el mensaje a Susana entró otro a la bandeja de entrada del correo electrónico:

 

From: Lilia Gomes

To: Lee de Caires

Subject: Diario

Date: Sun, 26 Feb 2006 02:45:11 +0000

¡Hola! Lee

Me quedé con pena de no haber leído el texto en el momento en el que todavía estábamos hablando pero ya eran las 10 de la noche y tenía que acostar a la niña, por eso desligué todos los programas que tenía abiertos, pero todavía pasé los ojos por el documento de tu diario. Me quedé estupefacta, con la boca abierta, con la pena de no haberte dicho nada, no me esperaba que escribieses de esa forma. Ya te había comentado que me gustaba la forma como jugabas con las palabras, pero todavía no había leído nada que hubieras escrito con empeño.

Cuando te sugerí que escribieses un diario, la imagen que me vino a la mente era de un diario de bitácora (estoy traduciendo la carta del portugués, pero en realidad escribió Diario de a bordo, por lo que traduje de bitácora) igual que hago yo en el laboratorio para no olvidarme nada.

Enhorabuena, tuviste una idea diferente, un Diario con estilo y sello propio. Me encantó. No lo digo por decir. Cuando me hablaste del viaje que ibas a hacer, enseguida dije que no me gustaba. Algunas veces debería callarme,… pero si estoy relajada enseguida digo lo que se me pasa por la mente. A veces no me gusta ser así, no es que no consiga quedarme callada, lo consigo, pero los ojos no. Así que a veces hablan por mí

Me quedo esperando, ansiosa, por la continuación, se nota, no conseguí dormir y terminé por levantarme para escribirte, y porque me movió algo que tiene que ver conmigo. Me encantó, continúa, no tienes autorización para parar, que te lleve el tiempo necesario, que yo todavía sé controlar mi ansiedad, aunque sea con tila, pero no pares de escribir.

Cuando decías que tenías pena de no haber seguido en el instituto con nosotros, hubiera sido una frustración, no hubieras aprendido nada útil para ti, era obligatorio para ti estudiar letras. No quiere decir que los “hombres” de ciencia no sepan escribir, pero es diferente. No te arrepientas, “quien corre por gusto no se cansa”, dice el viejo dicho popular (vamos, el dicho de toda la vida: Sarna con gusto no pica. En portugués es mucho más delicado) .

Duerme bien, que después de decir todo esto voy a intentar hacer lo mismo

Un beso grande

Lilia

 

Era un correo de unos días antes que no había visto, me llenó de ánimo para continuar. Sin dudarlo, le respondí con prisa, y para mantenerla en la intriga le escribí:

 

From: «Lee de Caires»

To: Lilia Gomes

Subject: RE: Diário

Date: Tue, 28 Feb 2006 07:34:01 +0000

¡Gracias por el ánimo! jejeje parece que hay muchas cosas que no sabes.

Ahora estoy en Bangkok. Encontré una conexión en la sala del aeropuerto. Estoy a punto de embarcar a Singapur. Te dejo que se me hace tarde.

Besos,

Lee

(No sé si este diario será interesante para otra persona que no sea yo. No puedo creer que haya alguien que le pueda gustar lo que escribo. En fin, por lo menos sé que tendré en ascuas a Lilia por algún tiempo y me hace gracia.)

Guardé el ordenador tan rápido como pude después de enviar el correo y salí de la sala con la tarjeta de embarque y el pasaporte en la mano. No quería perder más tiempo. El vuelo TG409, en la puerta 22, me estaba esperando.

En dos horas de viaje, cuando sirven comida en un vuelo, casi no queda tiempo para mucho más que comer y dar unas cuantas cabezadas hasta llegar al destino. Saqué el portátil para escribir, pero estaba sin baterías y no quería que corriese ningún riesgo mi cuaderno de viaje. Temí que si comenzaba a trabajar en él y se acabase la batería se perdería lo escrito. Entonces sí que dejaría de escribir. Una excusa más para no hacerlo.

Singapur es un país pequeño, de poco más de seiscientos kilómetros cuadrados y en el que viven más de cuatro millones de personas. Después de Mónaco, es el país con más densidad de población por kilómetro cuadrado. Antes de venir me imaginé que era una ciudad como Nueva York, con grandes rascacielos, con mucha gente y cemento por todas partes. Esto, y que estaba prohibida la venta de chicles, era lo único que sabía de esta isla y a la vez Ciudad-Estado, un modelo de división política tan antigua como la Grecia Clásica.

El aeropuerto estaba todo enmoquetado y las paredes revestidas de piedra. El mantenimiento era impecable. Observé que el personal no paraba de hacer cosas: unos trabajadores pasaban trapos blancos inmaculados por las barandillas, otros unos papeles (creo que especiales) para limpiar los cristales, otros buscaban y recogían cualquier cosa del suelo con unas pinzas largas de metal y las metían en las bolsas plásticas que cargaban en un carrito especie de troley; unos con mono naranja aspiraban señalando la zona con carteles y sin detener el ir y venir de las personas. Las orquídeas, plantas y flores, que me acompañaron durante todo mi recorrido por los pasillos y corredores del aeropuerto, las mantenían unas mujeres con uniformes blancos que parecían especiales para jardinería por la cantidad de bolsillos que tenían. Caminé, caminé y caminé, unas veces por plataformas deslizantes y otras sin ellas, hasta que bajé unas escaleras mecánicas sin fin, como una montaña rusa, para pasar el control de pasaporte. Había mucha gente en cola, pero iba rápido. No tuve que esperar tanto como en un principio me imaginé. Cuando me recibieron en la ventanilla de inmigración, la funcionaria me miró varias veces y sonrió. Pensé que era de amabilidad, esa típica sonrisa de dos personas que lo hacen sin razón alguna, simplemente para hacer más agradable el día al otro. Pero esta sonrisa era diferente. Mantuve la calma, no podía olvidar que estaba frente a una policía de inmigración, no era momento de hacer bromas. Creo que notó que estaba incómodo y finalmente dijo, Tiene un buen cambio de imagen, sin barba está mejor (parece que la molestia que me tomé en Madrid dio sus frutos. De momento me seguiría afeitando), debería cortarse el pelo, le queda mejor (me estaba comparando con la foto del pasaporte, que llevaba el pelo más corto). Me hizo tanta gracia como a ella. Pero el recibimiento me sorprendió más cuando me dijo que cogiera un caramelo del mostrador. Me invitaba a caramelos, no podía creerlo. Nunca un funcionario de inmigración, de ningún país del mundo me había invitado a caramelos. Al contrario, los recibimientos habían sido fríos y déspotas. Y no es que esta policía tuviera un trato especial hacia mí, no, porque cuando salí del mostrador advertí que el resto de pasajeros salían también con un caramelo en la mano. Creo que me cortaré el pelo aquí, en Singapur, le dije. Bienvenido, disfrute de nuestro pequeño país. Esta gente me empezaba a gustar.

Singapur no era Bangkok. Era un país desarrollado así que tenía que tener cuidado con los precios de las limusinas. Pregunté precios en los diferentes mostradores de transporte. Llamó mi atención que algunas personas eran chinas, otras tenían rasgos achinados pero eran más oscuras, como si fueran de otros climas tropicales, otras eran indias y otros tenían aspectos occidentales. Esta variedad se repetía entre las personas del aeropuerto que esperaban a sus amigos o familiares y de las personas que estaban en la Terminal. Pregunté los precios para ir hasta la ciudad, para comparar, y me corrigieron: Ya está en la ciudad, ¿se refiere hasta su hotel? Asentí. Está a media hora o cuarenta minutos. Treinta y cinco dólares (de Singapur), dijo finalmente una chica india. Así que decidí coger un Mercedes muy confortable, conducido por un chino blanco, como un anglosajón de esos que se les ve las venas azules, pero con los ojos achinados. Saqué la cuenta de cuánto me costaría. Más o menos veinte euros. Me pareció buen precio. El transporte en Tenerife de la capital al aeropuerto del sur, que también es de media hora, no sale por menos de unos sesenta y cinco euros.

La autopista era llana, recta y bien trazada. Estaba rodeada de árboles tropicales, helechos gigantes como palmeras, plantas exóticas y multitud de flores multicolores. Los puentes de piedra que encontramos en el camino estaban cubiertos de hiedras y de buganvillas. Tanto verde reconfortaba mi espíritu. No había tráfico y los coches que circulaban era nuevos y limpios. Los taxis que vi durante el trayecto me resultaron graciosos, bueno, más que graciosos cómicos. Eran de la marca Toyota, pero un modelo de coche que nunca había visto, el Toyota Crown. Eran cuadrados, parecían coches de los años setenta. Estaban bien cuidados y le daban un aire retro a la ciudad. Luego descubrí que eran cómodos, pero no como este otro coche que había cogido para que me llevase al hotel.

Me pareció que la autopista estaba un poco solitaria para ser un martes a las siete y poco de la noche. Quizá no fuera muy transitada, pensé, porque en cualquier país esta hora es una hora punta, donde el tráfico se concentra y convierte a cualquier ciudad en un infierno. Como hice en Bangkok, le dije al taxista que me buscase en el hotel el día 6 para ir al aeropuerto. A las doce y cuarto, dijo él, porque deja el hotel a las doce. Vaya, tanta exactitud me parecía más propia de los anglosajones que de los singapurenses. Se notaba el paso de los ingleses colonos por la isla, no en vano se quedaron hasta hace poco más de cuarenta años. Pero de momento lo que había visto, que no era mucho, no se parecía en nada con Inglaterra. Apenas la idea de las hiedras enredadas por los puentes (sin que valga la comparación, pero es que me recuerdan esas casas victorianas de campo cubiertas de hojas verdes). No había visto ningún edificio o construcción hasta que entramos un poco más en el centro. Unos edificios altos, no mucho, que parecían viviendas. No eran ninguna maravilla, pero tampoco lucían muy mal. Pregunté al taxista que si eran de viviendas o de oficinas: Viviendas, del gobierno. ¿Del gobierno? Vaya, me gustaría ver las privadas, pensé, pero no dije nada.

Cuando entramos en la ciudad me di cuenta que en el cristal delantero del coche, enfrente del conductor, había un artilugio rectangular que estaba pegado en el cristal con una tarjeta que parecía de crédito y que, de vez en cuando, emitía una señal. Pregunté que de qué se trataba y me dijo que era para pagar el peaje. Me mostró, en una calle lateral. unos hierros altos que la atravesaban de un lado a otro y que de ellos salían otros artilugios, con diseño futurista, blancos que parecían cámaras. En efecto, esos artilugios blancos eran cámaras que tomaban fotografías a aquellos coches que al pasar por debajo no pagaban el peaje. Ya sé de dónde sacaron los ingleses tal idea cuando la implantaron en las calles más céntricas de Londres hace un par de años. Tanta tecnología contrastaba con Bangkok, donde los peajes todavía son de los antiguos: Una cabina incómoda con cristal y una persona con mascarilla cobrando.

Me alojé en el Marriot que estaba en la calle Orchard. Era el distrito comercial de la ciudad. La calle estaba cubierta, como no podía ser de otro modo, de árboles altos y verdes que formaban túneles de vegetación y no dejaban ver las puntas de los edificios más altos. A pie de calle sólo se veían jardines, aceras descomunales, las entradas de los edificios enormes, los centro comerciales, la gente caminando, algunos edificios que se adivinaban de oficinas aunque no fuera el distrito financiero. Pero coches, pocos y los que se veían eran de lujo, a excepción de los taxis Crown, claro. Parecía que el peaje electrónico funcionaba a la perfección. Me imagino el precio por pasar por debajo de uno de esos hierros. Porque si no había tráfico con la cantidad de gente que deambulaba por las aceras, es que eran caros como el demonio. Pensé que el gobierno lo tenían todo bajo control. Sin dudarlo esta gente era inteligente y lista y su Ciudad-Estado la tenían muy bien planificada.

Busqué la habitación 1811. Me costó abrir la puerta, porque el aparato de la cerradura no leía bien la llave-tarjeta. Después de soltar las cosas me tiré sobre la cama y descubrí que los servicios en los países ricos son malos para el precio que pagas. Era demasiado blanda y no sabía qué le iba a pasar a mi espalda. Saqué el edredón y las sábanas de la cama para ver el colchón. No podía creer lo que mis ojos veían, una colchoneta que con una sola mano podía apretarla y retorcerla. No sé qué me pasaría después de dormir allí. Me habían dicho que el mejor hotel era éste y el Raffles. No podía imaginar cómo serían los malos. El hotel en sí no estaba muy bien, la decoración demasiado clásica para mi gusto y la habitación algo pequeña, pero la recepción era grande y alta, no sabría decir exactamente cuántos metros, pero muy alta e iluminada con luces dirigidas hacia el techo. En el centro varias mesas y sofás, unas pantallas negras bien iluminadas sobre mesas de madera y al fondo un piano negro de cola.

Bajé a la recepción y me acerqué al conserje para que me indicase dónde podría ir a cenar y qué debería ver. Sacó un mapa de la ciudad, trípticos de excursiones, folletos de restaurantes, postales de la ciudad, un crucero con un barco por un río en el que se podía cenar, un mapa de China Town, otro de Little India, una breve historia de Singapur, y no debe ir a cenar después de las nueve o no encontrará nada abierto, me advirtió el conserje, ya es tarde, dese prisa. No sabía qué hacer con tanta documentación en ese instante. Tendría que subir otra vez para dejarlo todo en la habitación. Y todo esto porque solo quise preguntar por un restaurante para cenar. Me da risa.

El ascensor bajó nuevamente los dieciocho pisos en menos de dieciocho segundos y se me taparon los oídos. Desde que tomé aquellos antibióticos, hace poco más de un año, no dejo de tener problemas con ellos. Ya se me había olvidado qué es dormir sin escuchar un pitido constante en ambos oídos, pero durante el viaje, hasta el momento, había dormido mejor que en casa. El los hoteles el ruido del aparato del aire acondicionado es una bendición. Cuando lo apagaba o le bajaba la fuerza de ventilación el pitido volvía. Agradecía el calor del sudeste asiático y la tecnología de refrigeración que me permitían dormir mejor sin tantos ruidos zumbando en mis oídos.

Cuando llegué a la recepción ya eran más de las ocho y media. Había una hora de diferencia con Bangkok. Perdí el apetito al salir por la puerta del hotel. El calor tenía esa propiedad en mí, aunque a decir verdad, con lo que había comido en el avión tenía suficiente. Además ya era tarde para buscar un sitio para cenar en una ciudad como Singapur, que a pesar de ser pequeña, caminar de un edificio a otro se tardaba un año y de una calle a otra una eternidad. Y justo en la acera, enfrente de la puerta del hotel, una heladería italiana se me mostraba más que apetecible. Disfruté de un helado de Zuppa inglesa, que por cierto, estaba delicioso. Me lo comí en la terraza que tenía la heladería mientras veía la gente pasar por la acera como si se tratara de un desfile multirracial. Disfruté del calor mientras estuve sentado, pero la espera en los aeropuertos, más el estrés del propio viaje, empezaron a pasarme factura. La diferencia horaria con España y tanto avión ya se hacían patentes en mi cuerpo y me sentía apaleado, sobre todo la espalda que ya me comenzaba a doler. Salí de Tenerife un día 26 y llegué a mi primer destino, Singapur, dos días después. Es verdad que he elegido hacer el viaje así. Hay personas que se hacen el recorrido sin dormir en las escalas. Yo hice dos, en Madrid y otra en Bangkok y cada una de casi 24 horas.

 

Después de enjuagarme con el antiséptico bucal, me sentí mejor. El ganglio ya estaba más desinflamado.

Lee el capítulo anterior: III – Lunes 27

Lee el siguiente capítulo: V – Los otros días en Singapur

4 respuestas a «IV – Martes 28»

  1. Lilia

    Como sempre…
    Buennniiiiisssiiiiiiiiiimmmmmmmoooooooooooooooooooo¡!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
    😉
    Besòs

  2. Geneviève Marie Saint Martin

    Querido amigo (puedo llamarle amigo, ya le considero como tal), tiene usted la habilidad de dejarme siempre con ganas de más.

    • José Luis de Caires Autor de la entrada

      Querida Genevieve, Puede llamarme y considerarme su amigo. Pero me gustaría que me tuteara, que me siento muy mayor y no lo soy aunque tenga fotos de mi niñez en blanco y negro. Me siento muy agradecido y contento si hay alguien que tiene ganas de más con el cuaderno. No me esperaba esto. Gracias

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