V – Los otros días en Singapur

 China Town

Dragon-Rojo-relieve

Con mucho esfuerzo me levanté de la cama. Era tan blanda que costaba salir de ella y me di cuenta que me dolía el cuello, la espalda, las piernas y, especialmente, los hombros. Con patadas y movimientos de brazos me zafé de la ropa de cama. Estaba enfadado con las sábanas, con el edredón y hasta conmigo mismo. ¿Por qué no habría reclamado en recepción que me pusieran un colchón en vez de esta colchoneta? Aquella goma espuma acabaría conmigo los cuatro días que me faltaban en Singapur. Me sentí viejo y decrépito. Me metí en la ducha con agua muy caliente para apaciguar los dolores y dio sus resultados, pero mi piel se resintió con el calor de la ducha y me ardía un poco la espalda. Sin embargo, podía moverme con más soltura cuando salí del baño.

Desde que estoy en Singapur me levanto a las siete ya con el sol alto, muy alto diría yo para ser las siete de la mañana. Estoy acostumbrado a Tenerife que amanece tarde, pero aquí, a esta hora, ya el sol está casi en el medio del cielo (bueno, no tanto, una pequeña exageración). El tiempo que me lleva la ducha y vestirme ya se hace las siete y media (por cierto, no me he afeitado desde que lo hice en Madrid). Muchas personas son incapaces de comer algo más que un poco de frutas y algún zumo cuando madrugan. Pero yo en cambio, aquí en Asia, para desayunar me gusta comer mucho. De hecho es el momento del día en el que tengo más hambre y si me lo dan preparado, mejor que mejor. Me he acostumbrado a la vida española de levantarme tarde, almorzar tarde, dormir la siesta y cenar, para no variar el ritmo, también tarde. Así que por las mañanas amanezco revuelto y sólo puedo beber un café con leche (suele ser leche caliente, no como estos días pasados que han sido terribles).

Alguna vez he intentado levantarme temprano en España. Pero amanece muy tarde y con la oscuridad prefiero estar en la cama. Así que no sé si sería capaz de comer igual que cuando estoy en Asia. Seguro que sí. Ahora que lo pienso, debe haber algo más que la hora y la claridad de Asia o la oscuridad de Europa. Es el espacio abierto, amplio, la luz que entra por la ventana, la fuerza que transmite el verdor del calor. Esta parte de Asia es liviana, no como Europa, pesada como si tuviera una piedra en la espalda, que me aplasta. La vieja Europa con sus ciudades cansadas y hartas de vivir. Es como si la vida se repitiera y ya saben qué viene al día siguiente, son conscientes de la monotonía. Asia también es vieja, si no lo es más aún que Europa, pero cambiante. No le importa seguir por un camino o cambiarse al otro si es para mejorar, o por lo menos para probar algo aún no probado y que parece prometedor. En Europa queremos mejorar el camino ya hecho y volvemos atrás para repararlo una y otra vez, pero siempre en el mismo sitio, sin cambios, porque estamos orgullosos de aquello que construimos alguna vez, aunque ya sea hora de construir otra cosa. Somos testarudos, no persistentes que es diferente. Somos obsesivos y no dejamos de vernos como símbolo de grandeza menospreciando al otro, impidiendo ver otra cosa. Nuestro orgullo no nos deja ver más allá de nuestro ego y viceversa.

El clima influye mucho. Los europeos que he conocido durante mi viaje me dicen que vivir en el calor constante debe ser aburrido, siempre huyendo a los aires acondicionados en busca de poder soportar el clima terrible del sudeste asiático. Que las estaciones son bonitas, que producen cambios y rompe la monotonía de un verano constante. No les digo nada. Creo que eso no es más que chovinismo, es una excusa más para sentirnos mejor y superior al resto. La mayoría de las personas les gusta el calor, les da energía, la luz les reconforta. No el gris del invierno y sus lluvias insistentes de días enteros o de lluvia fina que perdura por semanas. No sus días como noches, sin luna y sin estrellas, y con frío como si fuera un congelador. ¿A qué se debe entonces a que llamemos paraísos tropicales a los sitios con calor? ¿Por qué en esos lugares, sea en Asia o en Suramérica, la gente es feliz aunque sea pobre? De ser por lo metódico que somos, de las estaciones y de la perfección europea, nosotros deberíamos serlo más. Pero en cambio sufrimos de más depresiones con los cambios estacionales, de más cambios de humor, de más tristezas, de más nostalgias, de más obesidad, de más enfermedades cardiovasculares y podría seguir con la insatisfacción de los trabajos, de lo duro que es el día a día (aunque comparándonos seamos más ricos), con la antipatía de las personas, el rencor que tenemos los unos a los otros por el miedo que sentimos. Miedo de ser robados y heridos, ya sea física o emocionalmente. Tenemos miedo a los cambios. En Europa es poco frecuente que las personas durante su vida ejerzan varias profesiones. No está permitido el cambio, hay una regla no escrita que nos lo prohíbe. Naces, estudias una carrera, o ejerces una profesión, y te quedas con ella para siempre. Se considera un fracaso estudiar medicina y dedicarse a la carpintería, por ejemplo.

Antes de salir de la habitación, junté toda los trípticos de la ciudad, el plano, el folleto del metro y ese largo etcétera de papeles publicitarios que me había dado el conserje la noche anterior y planeé una visita a China Town. Busqué en los planos la parada de metro más cercana. En el hotel, justo al lado de la heladería italiana, estaba la parada de metro de Orchard, me extrañó, porque no la había visto la noche anterior. Y la parada de mi destino se llamaba China Town, como no podía ser de otra manera, claro. Ordené los mapas y alguna que otra información, sobre una mesa de pared estrecha que hacía función de escritorio, y me fui a desayunar. La cafetería estaba en la planta baja. Se diferenciaba del resto de la recepción porque tenía un techo más bajo y porque estaba enmoquetada de color rojo oscuro. La mayoría de las mesas estaban preparadas para cuatro personas, las redondas de la entradas grandes para seis u ocho y las que estaban junto al ventanal gigante que daba a la calle, para dos.

Vaya diferencia de desayuno con el de Madrid. El buffet ocupaba la parte central de la cafetería-restaurante, grande y generoso. Una parte de él estaba dedicado a diferentes panes de cereales, otros blancos, de miel, integrales… Croissant grandes y pequeños, sin rellenos y rellenos de chocolate negro o blanco, con bollos, mantequilla y varias mermeladas en las que se incluía la de jengibre y de naranja amarga, mis preferidas. En la parte de atrás de los panes estaban los yogures: de fresa, de frutas del bosque y natural; natural con cereales, con trigo y otro con centeno. Al lado derecho, en otro buffet, cercana a la de los panes y yogures, disponían en fuentes grandes lechugas verdes, rojas, alargadas amargas, tomates pequeños como fresas, aceitunas negras y verdes, con hueso, sin hueso y rellenas de anchoas o de pimiento; sin hueso y sin relleno, coles rizadas y lisas, pepinos, pepinillos, zanahoria rallada muy fina, diferentes aceites y aderezos ya preparados, brotes de jengibre (baby ginger). Y para los que no querían prepararse su propia ensalada, una ya hecha, tipo ensaladilla rusa, esta no me gusta, dije al pasar por ella. Detrás de este deleite verde, ofrecían los platos fríos: Salmón ahumado, jamón, jamón cocido, cerdo al horno y quesos. Muchos quesos: amarillos, blancos, de untar, salados, duros, con hongos y galletas y panecillos tostados para acompañar. A la izquierda de los panes estaban las frutas y zumos. Había tal variedad de frutas que no sabía qué elegir, mangos grandes y pequeños, sandías rojas y blancas, melón, maracuyá, granadas, papaya, pomelo asiático, que es dulce y rojo, lichis sin hueso, otras frutas dulces que no conozco el nombre y mi preferida, la fruta dragón (no sé cómo se llama en castellano, en inglés es Dragon Fruit. Susana, quizá logres decirme cómo se llama). Es una fruta que por dentro es blanca como la nieve, llena de puntitos negros que son las semillas, y por fuera es roja con una especie de escamas que la cubre. En realidad se parece a la piel de un dragón. Una delicia. Todas las frutas bien cortada a dados o lascas. Los zumos estaban a un costado de esta mesa y eran de naranja, pomelo (el de ellos, al que llaman en inglés “pomelo”, no grapefruit), mandarina, sandía y zanahoria. También estaba en esta misma mesa el agua y la leche fría en jarras para los más tradicionales, que a su vez estaban introducidos en boles metálicos llenos de hielo para su conservación. En la parte trasera de este gran buffet para sibaritas, los platos calientes: carne de cerdo, carne de res, arroz chino (al estilo tres delicias, pero que ya quisieran los restaurantes chinos de occidente) beicon frito y grasiento para los anglosajones, salmón cocido, salchichas de cerdo y de pollo, huevos cocidos, diferentes Din Sam al vapor, sopa Miso, arroz blanco japonés, tallarines chinos de arroz con vegetales, tallarines con huevo, tallarines de soja… Era tanto que cada día comía algo distinto y mi ansiedad por tanto producto hacía que comiera lo que podía y más. ¿Dije comer? Mejor sería decir tragar. Me demoraba en el desayuno alrededor de una hora y las personas me observaban llevando diferentes platos a mi mesa, eso sí, apenas un poco de cada vez aunque me tuviera que levantar cien veces. La mezcla de comidas en un mismo plato me produce rechazo. Me pasa igual con las cantidades, aunque sea de una misma cosa. Si es mucho, no me apetece comer, se me quita el hambre de inmediato. Este ritual mañanero con el desayuno empezaba con las frutas para ir haciendo estómago, seguía con las ensaladas (no probé nunca la ensaladilla rusa, muy popular entre los turistas), los platos fríos, los calientes y por último yogur natural con algún fruto seco que le agregaba. Cuando te sientas a la mesa te ofrecen café o té, pero era café americano y para los amantes de la cafeína como yo, este tipo de café es un insulto. Así que cuando me sentaba con el yogur, cuando ya estaba a punto acabar de comer, no antes, le decía al camarero más alto que me trajera un Capuchino. No es que fuera una maravilla de café, pero mejor que el americano con leche evaporada y fría, sí que era. Éste era con espuma de leche fresca y muy caliente.

El calor en la calle era superior al de Bangkok, pero el aire acondicionado de las estaciones de metro funcionaban a la perfección. Estos países de mucho calor no están hechos para los enemigos de la ventilación artificial, muy extendida, por cierto, por las Islas Canarias (y España). Basta con recordar que tenemos unos autobuses excelentes en Tenerife, que no tienen ventanas que se puedan abrir, sólo unas muy pequeñas en la parte alta del cristal. Están pensados para llevar el aire acondicionado encendido, bien sea para enfriar o para calentar. La mayoría de las veces no se pone el aire acondicionado porque el conductor sufre de la garganta si lo hace en invierno o porque sufre de constipados porque se enfría en verano o, sencillamente, porque las doñas de turno se lo impiden con las mismas excusas. En definitiva, que nunca cojo el autobús en verano. Volviendo a Singapur, las estaciones de metro son amplias, con materiales muy costosos y bonitos, limpias, bien iluminadas y con muchas máquinas expendedoras para sacar los billetes. Estas máquinas son de pantalla táctil. Basta tocar la estación a la que deseas ir sobre el cristal y te da el precio. Ya sólo resta introducir el dinero, bien sea en monedas o billetes de hasta cinco dólares. Al principio me costaba entender la red del metro, porque las líneas se cruzan en varias estaciones. Pensé que era grande, pero sólo fue, vamos a decir, una ilusión óptica. El metro es de reciente creación y sólo tiene en funcionamiento tres líneas: la norte-sur, este-oeste y la noreste-sureste. Los billetes no son de papel o cartón (en Singapur el papel es muy caro porque es importado, por su tamaño tan reducido no tienen árboles para la tala), sino de un plástico duro y son más grandes que una tarjeta de crédito y de color verde. Estas tarjetas no se introducen en ningún sitio. Se las pasa por encima de un círculo que las lee, supongo que todo el sistema es magnético. Cuando compré el billete la máquina me dio el precio de un dólar con veinte céntimos, pero a la hora de introducir el dinero me pidió un dólar de más. Pensé que no me había fijado bien en el precio que me pedía en un principio y no le di más importancia. A la llegada, en la estación de destino, si introduces la tarjeta otra vez en las máquinas expendedoras, te da el dólar de más que te cobró. Así las tarjetas se pueden usar una y otra vez. Son altamente ecologistas.

Después de hacer un cambio de tren en la estación de Dobby Gauht, en el que tuve que subir y bajar escaleras mecánicas de vértigo como las del aeropuerto y caminar por plataformas rodantes, llegué a mi destino: China Town. Las ciudades que conozco del mundo que tienen un China Town son barrios que están en entredicho: suelen ser sucios, relativamente más peligrosos que otros sitios, suelen tener prostitución y algunos barrios hasta mafia, o son los que venden falsificaciones de cualquier marca, en fin, todos sabemos lo que significa un China Town porque lo hemos visto y los que no lo hemos visto nos lo imaginamos por las películas. Bien, eso es por lo que se conoce a los China Town de muchos países del mundo, pero Singapur es la utopía del futuro hecha realidad. Quién ha visto un barrio de estos tan limpios que ni en Suiza. Son edificios coloniales y otros nuevos, pero todos como si los hubieran pintado el día anterior. Calles anchas peatonales, que supongo serían antiguamente de aceras estrechas, con diferentes comercios: unos de recuerdos para turistas, otros de antigüedades y otros de dudosas antigüedades, restaurantes, boutiques, cafeterías, relojerías, joyerías de lujo y un sin fin de almacenes de todo tipo. Muchas personas caminando por el lugar con bolsas, helados o latas de refrescos bajo un sol abrasador. Unos con paraguas que hacen de sombrillas y otros con sombreros I love S’npore comprados en tiendas de recuerdos. La mayoría de los habitantes de este barrio sólo hablan el inglés básico para el comercio. Recordé entonces que las lenguas oficiales del país eran el mandarín (el que abunda en el Barrio Chino), el inlgés, el malayo y el tamil. En las escuelas se enseñan el inglés como lengua obligatoria y otra, la de la etnia a la que se pertenece o se quiere aprender. Singapur es un país formado por desacuerdos políticos. En un principio, cuenta la leyenda, un príncipe de Palambang llegó a sus costas y tuvo que enfrentarse a un león (aunque dicen que fue un tigre, parece que este príncipe era un poco miope). De allí su nombre. En sánscrito Singha significa león y Pura ciudad (ciudad león). Pero esta leyenda se decía en el siglo XIII. La historia que se conoce, y que se aleja de leyendas, empieza en el siglo XI cuando las crónicas de las flotas chinas y javanesas llamaban a la isla Tumasek (ciudad del mar). Y en la historia más reciente, un grupo de malayos de Johor tomaron sus costas. Sucedía en 1811, pero en 1819 Sir Stamford Raffles la adquirió para la campaña de las Indias Orientales (después de ser quemadas en la guerra malayo portuguesa en 1617). Así que elimina los asentamientos malayos y utiliza la isla para competir con sus enemigos holandeses que dominaban la región. Pero el sitio, estratégico de la época, y sigue siéndolo hoy en día, permite que florezca en la época el tráfico de porcelana, té, bambú, ébano, especias y marfiles. Más tarde, después que el sultán Johor firmara un tratado con los ingleses arrendándoles las tierras para la corona, es cuando la explotación del látex y el caucho da un nuevo empuje económico a la isla. Esta colonia perduró hasta casi nuestros días con intervalos de soberanía japonesa durante la segunda guerra mundial por tres años. Este hecho ha sido la historia negra de este país y fue la fundadora de la idea de la independencia, que no llegó hasta 1959. En 1963 se adhirió económica y políticamente a la federación malaya. Pero sus controversias terminaron por separar la isla de la península y se formó la república de Singapur. actualmente es miembro de la Commonwealth británica. Los antiguos compatriotas no le daban mucho tiempo de vida al nuevo país por tener una extensión muy limitada y no tener recursos, pero desde entonces hasta ahora Singapur se ha convertido en un país modelo.

Little India

Mi excursión, que empecé por China Town, se desplazó por otro barrio, por Little India. Los almacenes más baratos de esta zona se llaman Mustafá. Son tiendas por departamentos como puede ser el Corte Inglés, pero de artículos baratos. El sitio es un alboroto de gente y de mercancía. Igual encuentras ropa de hace diez años, como saris de lujo a buen precio, maletas grandes o maletas para muñecas. Venden todo tipo de artículo como pueden ser detergentes o perfumes (por cierto, al pasar por al lado de las hojillas desechables de afeitar compré una bolsa de diez, estaban baratísimas), papelería o joyería. Da igual, sea lo que sea en esos almacenes lo tienen y a buen precio. Otro asunto es si te gustan los artículos o no.

Cuando llegas a Little India crees que has salido de la ciudad. Incluso piensas que estás en otro país. Supongo que no llega a ser como la India, pero es muy diferente al resto de la ciudad. El barrio está lleno de puestos de mercado que invaden las aceras vendiendo frutas, ropa, videos de películas made in Bolywood, telas, saris, recuerdos y joyas en joyerías que parecen ser más propias de países más pobres. El oro es amarillo como nunca había visto antes y muy labrado. Hay auténticas obras de arte para aquellos de gustos más minuciosos. En ciertos momentos pasar por la acera es toda una proeza, porque la clientela suele detenerse frente a los puestos que tienen televisores con películas indias y allí, de pie, sin moverse ni un centímetro, la ven y comentan con el que tengan al lado. Es todo un éxito este tipo de reclamos. Da igual que estos puestos vendan conservas, joyas o telas, y no películas de video. La clientela se detiene frente al televisor y canta, ríe y hasta se enamoran con los protagonistas y de ellos también. Creo que si hubiese más espacio hasta harían la coreografía del film. No sería mala idea, le darían una nota de color al barrio, si es que se puede darle más color.

Por las calles secundarias, las que están más ocultas al viandante, venden repuestos de chatarras de lavadoras, neveras, televisores, ordenadores o monitores. Si uno quiere deshacerse de un artefacto que todavía funciona y sacarle algún dinero, es al barrio indio donde se debe acudir. Y si no funciona llamas a una empresa que se dedica al desguace y y es ella la que lo vende en el barrio indio. Esta es la ciudad de los negocios. Todo tiene precio. Me llamó la atención que en este barrio las aceras son muy altas y están llenas de barreras arquitectónicas, aunque, eso sí, en las esquinas tienen las rampas apropiadas para los minusválidos.

Di vuelta en una esquina buscando otro tipo de mercancía. Ya estaba harto de ver monitores, trozos de lavadoras, desguaces de todo tipo y, sobre todo, de abrirme paso entre los televidentes que aprovechaban hasta el último segundo las películas de los televisores. Por un momento me sentí un poco apretado y quise buscar sosiego dando vuelta en la esquina. Toda la gente que había en la calle paralela parecía haberse esfumado de golpe. Sentí algo de miedo porque no sabía si existía peligro. No había nadie por aquella calle estrecha en la que me metía. Me di ánimos con la realidad: Estoy en Singapur, nada me puede pasar, es un país seguro, el más seguro del globo. Parecía que estuviera repitiendo un salmo. Pero ¿y si me equivocaba? Recordé que tenía conmigo el pasaporte, los billetes de avión y la cartera con más dinero del que debería. Un error típico de los turistas. ¿Sería este un viaje que nunca hubiera querido recordar por meterme en esta calle desolada? ¿Qué dirían ustedes, mis compañeros de instituto cuando les contara que me habían robado, no sólo el dinero de una semana de viaje, sino también el pasaporte y los billetes de avión? Sin duda la respuesta es evidente. ¿Pero porqué no doy la vuelta y continúo por las calles principales atestadas de gente? La curiosidad era la encargada de hacerme continuar. También porque pensaba en la seguridad del país, de lo contrario no me hubiera metido. Seguí unos pasos más. Me volví a preguntar el porqué continuaba. Un calambre en el estómago me hizo dudar. ¿Sería un aviso? La calle estaba llena de contenedores de basura de metal, con grandes tapas semicirculares, como la de las películas americanas en los que los malos dejan tirados a los buenos dentro. Al lado de los contenedores las paredes de los edificios tenían puertas estrechas y más bajas de lo normal. ¿Se tratará de las puertas posteriores de las tiendas que había dejado en la calle principal. Al lado de algunas puertas, clavadas a la pared, unas maderas a modo de estanterías. Sin duda faltaba algo sobre aquellas repisas, de lo contrario para qué las tendrían. Miré detrás del primer contenedor de basura, por si encontraba a alguien golpeado y tirado en el suelo. Tuve que mirar y fijarme detenidamente porque todo alrededor estaba limpio, y nunca mejor dicho, porque aquella basura no olía mal ni manchaba el suelo. ¿Qué clase de basura tendría estos tiestos tan grandes que no manchan? Tuve la tentación de abrir aquellos contenedores para ver qué tenían en su interior. Miré ambas esquinas de la calle, la que tenía delante y la que había dejado atrás, por si alguien me observaba. La calle estaba vacía, solamente los contenedores, las maderas en las paredes a modo de estantería, las puertas y yo. Me sentía en una película de suspense, corrijo, más bien de terror. Es como en aquellas escenas en las que le dices al protagonista que no continúe, que si no se da cuenta que hay algo equivocado en todo aquello. Pero los actores continúan caminando por la calle desierta y que te pone los pelos de punta. Miré hacia arriba de las casas por si veía cámaras de vigilancia. No vi ninguna. Me di cuenta que además de no haber cámaras, tampoco tenían iluminación pública. De noche creo que no entraría en eta calle, vamos, ni siquiera asomaría la nariz. Pero era de día y por lo menos el sol y el calor eran mi compañía.

Volví a mirar a los extremos de la calle y comprobar que no había nadie. Después de coger valor abrí el contenedor de basura rápido, como si quisiera sorprender a alguien que estaba dentro. Sin embargo el sorprendido fui yo: Estaba vacío. Si alguien me viese mirando dentro de un contenedor de basura pensaría que los turistas somos especímenes del tipo «Búscumis Problemus». La broma me hizo sonreír. Pero la sonrisa desapareció cuando recordé la escena que veo en frente de mi casa, en los dichosos contenedores de basura y me puse en la piel de los inmigrantes que veía rebuscando entre los desechos. Unos comen directamente de lo que encuentran, otros buscan algo qué vender en el rastro los domingos. Son escenas frecuentes, aunque casi siempre son las mismas personas las que están buscando entre la basura.

Caminé hacia el final de la calle y, cada vez que pasaba por un contenedor, miraba la parte trasera de los contenedores y sentía la curiosidad de volver a mirar dentro. Pero no quise tentar al demonio una vez más y continué mi camino. Al llegar a la esquina, y girar a la derecha, fui a dar a otra calle más concurrida. Otra llena de gente, de televidentes que se paraban a ver las películas de Bollywood en las aceras mientras otras personas querían pasar. Me fijé que entre el China Town y el Little India había un templo de cerámica multicolor. No estaba lejos, la punta más alta del templo la podía ver desde esa esquina.

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2 respuestas a «V – Los otros días en Singapur»

  1. Isolina Ledesma Chamorro

    Describe esos manjares del desayuno de tal manera que dan ganas de desayunar con usted. Y qué atrevido… y si le llega a salir un pistolero en ese callejón? Prometa que no lo hará más!

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